Coopertoners

jueves, 28 de febrero de 2013

La caída de la casa Usher





Cuento completo.

Título original: The fall of the house of Usher

Autor: Edgar Allan Poe

Traducción: Julio Cortázar



Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos. 


En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del país -una carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.


Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque.
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso- eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.


A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación.


Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. "Moriré -dijo-, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otro modo me perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta lamentable condición, siento que tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo."
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. "Su muerte -decía con una amargura que nunca podré olvidar- hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.


La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.


Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:
En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguíase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas
sobre cosa tan bella.
Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.
Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.
Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.
Mas criaturas malignas invadieron,
vestidas de tristeza, aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecía entre rubores,
es sólo una olvidada historia
sepulta en viejos tiempos.
Y los viajeros, desde el valle,
por las ventanas ahora rojas,
ven vastas formas que se mueven
en fantasmales discordancias,
mientras, cual espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda multitud que ríe...
pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.


Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.


Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba.


-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento-. Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:
"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma."
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquí, conquistador será;
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta entonces."
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor."
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando -como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!


Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.

jueves, 21 de febrero de 2013

Bajando.




Salsa de tomate, mostaza, condimentos, mayonesa, dos clases de aderezo para
ensalada, grasa de tocino, y un limón. Ah sí, dos cubeteras con hielo. En el aparador no
había mucho más: tarros y cajas de especias, harina, azúcar, sal... ¡y una caja de pasas
de uva!
Una caja de pasas de uva vacía.
Ni siquiera café. Ni siquiera té, que él odiaba. No había nada en el buzón, fuera de una
cuenta de Underwood's: A menos que recibamos las cuotas atrasadas de su cuenta...
En el bolsillo de la chaqueta le tintineaban cuatro dólares con setenta y cinco centavos,
en monedas..., el botín de la venta de la botella de Chianti que se había prometido no
abrir nunca. Escapó a la desagradable tarea de vender los libros. Todos habían sido
vendidos ya. Había despachado la carta a Graham hacía una semana. Si su hermano
pensara enviarle algo esta vez, ese algo ya habría llegado.
Debería estar desesperado, pensó. Quizá lo estoy.
Podría haber buscado en el Times. Pero no, era demasiado deprimente... acudir a
empleos de cincuenta dólares por semana y ser rechazado. No es que los culpase: él
mismo no se hubiese contratado. Durante años había sido un saltamontes. Las
hormigas le conocían las tretas.
Se afeitó sin jabón, y se cepilló bien los zapatos. Se cubrió el sucio sepulcro del torso
con una camisa blanca, fresca y almidonada, y escogió la corbata más lúgubre que
había en la percha.
Empezó a sentirse excitado y lo expresó, característicamente, mostrándose helada,
estatuariamente tranquilo.
Usó la escalera hasta la planta baja y allí tropezó con la señora Beale, que fingía estar
barriendo el limpio suelo de la entrada.
- Buenas tardes... aunque supongo que para usted serán buenos días, ¿eh?
- Buenas tardes, señora Beale.
- ¿Llegó su carta?
- Aún no.
- No falta tanto para el primero.
- Si, tiene razón, señora Beale.
En la estación del subterráneo se detuvo un momento a pensar: ¿Una ficha o dos? Dos,
decidió. Después de todo no tenia más remedio que regresar al departamento Todavía
faltaba mucho para el primero de mes.


Si Jean Valjean hubiese tenido cuenta corriente nunca habría ido a parar a una cárcel.
Consolado ante ese pensamiento, se puso a disfrutar de los anuncios del vagón del subterráneo. Fume. Pruebe. Coma. Done. Vea. Beba. Use. Compre. Pensó en Alice, la
de los hongos: Cómeme.
Al llegar a la calle Treinta y Cuatro se bajó, y desde la plataforma entró directamente en
la tienda de ramos generales de Underwood's. En el primer piso se detuvo en la
cigarrería a comprar un cartón de cigarrillos.
- ¿Al contado o a cuenta?
- A cuenta.
Entregó la tarjeta de plástico laminado a la empleada. La empleada consultó por
teléfono el estado de la cuenta.
La sección Comestibles estaba en el quinto piso. Hizo la selección con mucho cuidado.
Un tarro de instantáneo y una lata de café molido de un kilo, una lata grande de cecina,
sopa envasada y cajas de panqueques y leche condensada. Conservas, pasta de maní
y miel. Seis latas de atún. Luego se dedicó a los perecederos: galletitas, un queso de
Edam, un faisán pequeño congelado... hasta un pastel de frutas. Nunca comía tan bien
como cuando andaba sin dinero. Sólo entonces podía permitirse esos lujos.
- Catorce dólares con ochenta y siete.
Esta vez, después de consultar la cuenta, la empleada verificó si el número de la tarjeta
estaba en la lista de cuentas cerradas o dudosas. Disculpándose con una sonrisa, le
devolvió la tarjeta.
- Lo siento, pero tenemos que verificar.
- Entiendo.
La bolsa de comestibles pesaba sus buenos diez kilos. Con ella en la mano y con la
exquisita naturalidad de un ladrón que pasa con el botín por delante de un policía, tomó
la escalera mecánica hasta la librería del piso ocho. La selección de libros fue
determinada por el mismo Principio que la selección de los comestibles. Primero, los
más importantes: dos novelas victorianas que nunca había leído, «Feria De Vanidades»
y Middlemarch, la traducción de Sayers del Dante y una antología en dos volúmenes de
piezas teatrales alemanas que nunca había leído y de pocas de las cuales había oído
hablar. Luego los perecederos: una novela escandalosa que había llegado a la lista de
best-sellers con ayuda de la Corte Suprema y dos novelas de misterio.
Empezaba a atolondrarlo tanto desenfreno. Buscó una moneda en el bolsillo de la
chaqueta.
Cara, un traje nuevo; cruz, el Sky Room.
Cruz.
El Sky Room, en el piso quince, estaba casi vacío. Había sólo unas pocas mujeres que
conversaban sobre tazas de café y bizcochos. No tuvo dificultad para conseguir una
mesa junto a una ventana. Pidió del lado «a la carta» del menú y culminó la cena con
spresso y baklava. Entregó la tarjeta a la camarera y le dio una propina de cincuenta
centavos. Mientras tomaba el segundo café, empezó a leer «Feria De Vanidades». Descubrió,
bastante sorprendido, que le gustaba. La camarera regresó con la tarjeta y un recibo
por la comida.


Como el Sky Room estaba en el último piso de Underwood's, sólo existía una escalera
mecánica... la que iba hacia abajo. Mientras bajaba, siguió leyendo «Feria De
Vanidades». Podía leer en cualquier lado: en los restaurantes, en los subterráneos,
hasta caminando por la calle. En cada descanso caminaba desde el pie de la escalera
mecánica hasta el principio de la siguiente sin levantar los ojos del libro. Cuando llegase
a la sección de artículos rebajados, en el sótano, ya estaría a pocos pasos del molinete
del subterráneo.
Iba por el capítulo VI (en la página 55, para ser exactos) cuando empezó a notar que
algo andaba mal.
¿Cuánto tardaba en llegar al sótano esta maldita escalera?
Se detuvo en el siguiente descanso, pero no había ninguna señal que indicase en qué
piso estaba, ni puertas por las que pudiese volver a entrar en la tienda. Dedujo
entonces que debía de estar entre dos pisos, y tomó la escalera mecánica y bajó otro
tramo sólo para encontrarse con la misma confusa falta de señales.
Había, sin embargo, una fuente de agua, y se inclinó para tomar un trago.
Debo de haber bajado a un subsuelo. Pero, después de todo, eso no era demasiado
probable. Rara vez se proporciona escalera mecánica a los conserjes o a los
encargados de los almacenes.
Esperó en el descanso, mirando cómo los escalones descendían lentamente hacia él, al
llegar al final del recorrido, se nivelaban y desaparecían. Esperó un buen rato; nadie
bajaba en los móviles escalones.
Quizá ha cerrado la tienda. Como no tenía reloj y como había perdido en gran medida la
noción del tiempo, no lo podía saber. Al fin razonó que la novela de Thackeray lo había
absorbido tanto que sencillamente se había detenido en uno de los descansos
superiores en el piso ocho, digamos para terminar un capítulo, y había seguido leyendo
hasta la página 55 sin darse cuenta de que no bajaba.
Cuando leía, podía olvidarse de todo lo demás.
Por lo tanto, debía estar por encima de la planta baja. La falta de salidas, aunque
desconcertante, podía explicarse por un capricho en el trazado de los pisos. La falta de
señales, como un simple descuido por parte de la administración.


Metió «Feria De Vanidades» en la bolsa de las compras y caminó hasta el plano borde
de la escalera mecánica no sin - admitámoslo - cierta renuencia. En cada descanso
señalaba su avance diciendo un número en voz alta. Al llegar al ocho estaba intranquilo;
al llegar al quince estaba desesperado.
Existía, desde luego, la posibilidad de que hubiese en la tienda dos tramos de escaleras
por cada piso. Teniendo en cuenta esa posibilidad, contó quince descansos más.
No.
Aturdido, y como queriendo negar la realidad de esa escalera aparentemente
interminable, continuó bajando. Cuando se detuvo de nuevo, en el descanso cuarenta y
cinco, temblaba. Tenía miedo.
Apoyó la bolsa de las compras en el desnudo piso de hormigón del descanso y notó
que tenía el brazo dolorido de sostener los diez kilos de comestibles y libros. Desechó
la tentadora posibilidad de que «todo era un sueño», porque el mundo de los sueños es
la realidad del soñador, y él no podía ceder débilmente ante ella, como tampoco podía
ceder ante las realidades de la vida. Además, no estaba soñando; de eso se sentía
totalmente seguro.
Se tomó el pulso. Lo tenía un poco acelerado: digamos que ochenta por minuto. Bajó
otros dos tramos contando los latidos. Casi ochenta exactos. Tardaba sólo un minuto en
bajar dos tramos.
Podía leer aproximadamente una página por minuto, un poco menos en una escalera
mecánica. Suponiendo que hubiese estado una hora en la escalera mecánica mientras
leía: sesenta minutos... ciento veinte pisos. Más los cuarenta y siete pisos que había
contado. Ciento sesenta y siete. El Sky Room estaba en el quince.
167 - 15 = 152.
Estaba en el centésimo quincuagésimo segundo subsuelo. Eso era imposible.
La reacción apropiada ante una situación imposible era actuar como si se tratase de un
hecho común... Como Alicia en el País de las Maravillas. Ergo usaría, para volver a
Underwood's, el mismo camino que (aparentemente) había usado para salir de allí.
Subiría a pie ciento cincuenta y dos pisos por la descendente escalera mecánica. Si
saltaba tres escalones por vez y corría, era casi como subir por una escalera normal.
Pero después de haber subido de esta manera el segundo tramo de la escalera
mecánica, ya estaba sin aliento.
No había prisa. No se dejaría dominar por el pánico.
No.


Recogió la bolsa de comestibles y libros que había dejado en aquel descanso, mientras
esperaba para tomar aliento, y subió rápidamente un tercer y un cuarto tramos.
Mientras descansaba en el rellano, trató de contar los escalones que había entre los
pisos, pero la cuenta difería, dependiendo de si contaba a favor o en contra de la
corriente, hacia abajo o hacia arriba. El promedio era aproximadamente dieciocho
escalones, y los escalones parecían tener una altura de veinte o veinticinco
centímetros. Cada tramo medía, por lo tanto, alrededor de cuatro metros de altura.
Había, verticalmente, más de medio kilómetro hasta el primer piso de Underwood's.
Al comenzar el noveno tramo de la escalera, la bolsa de los comestibles se le rompió
por el fondo donde, al deshelarse el faisán, se había humedecido el papel. Los
comestibles y los libros cayeron sobre los escalones, rodando algunos
espontáneamente hasta el primer descanso; los otros fueron transportados hasta allí por los escalones móviles y se ordenaron en un pequeño montón. sólo se había roto el
tarro de conserva.
Apiló los comestibles en un rincón del descanso, menos el faisán deshelado a medias; a
este se lo metió en el bolsillo de la chaqueta, previendo que el ascenso iba a durar
hasta bastante después de la hora de la cena.
El ejercicio físico le había embotado las sensaciones más delicadas... para ser precisos,
la capacidad de sentir miedo. Como un corredor a campo traviesa, se concentraba en la
tarea más inmediata y no hacia ningún esfuerzo por comprender lo que de cualquier
manera ya había decidido era incomprensible. Subió un tramo, descansó, subió otro y
volvió a descansar. las subidas eran cada vez más fatigadoras; los descansos cada vez
más largos. Dejó de contar los descansos al llegar al veintiocho, y después - no tenía
idea de cuánto tiempo había pasado - las piernas se le aflojaron y se desplomó en el
suelo de hormigón del descanso. Sus pantorrillas eran dolorosos nudos de músculos;
los muslos le temblaban irregularmente. Trató de arrodillarse y cayó hacia atrás.
A pesar de la reciente cena (suponiendo que fuese reciente), tenía hambre, y devoró
todo el faisán, ahora completamente deshelado, sin poder decir si estaba crudo o si
había sido precocido.


Así es ser caníbal, pensó mientras se dormía.
Mientras dormía, soñó que caía a un abismo insondable. Al despertar descubrió que
nada había cambiado, excepto el dolor sordo de las piernas, que ahora era punzante.
Sobre su cabeza había una única cinta de luz fluorescente que bajaba, enroscándose,
por la caja de la escalera. El zumbido mecánico era ahora un rugiente Niágara, y la
velocidad de descenso parecía haber aumentado proporcionalmente.
Fiebre, decidió. Se levantó, muy tieso, e hizo algunos movimientos para aliviar en parte
los músculos doloridos.
Al llegar a la mitad del tercer tramo las piernas se le aflojaron. Trató de subir otra vez, y
lo logró. Volvió a desplomarse en el siguiente tramo. Tendido en el descanso, donde lo
había depositado la escalera, notó que volvía a sentir hambre. También necesitaba
tomar agua... y echarla.
La última necesidad podía satisfacerla fácilmente y sin falso pudor. También recordó la
fuente de la que había bebido el día anterior, y encontró otra tres pisos más abajo.
Bajar es tanto más fácil.
Los comestibles quedaban allí abajo. Si volvía ahora a buscarlos, anulaba todos los
progresos que había hecho al subir. Quizá faltasen sólo unos pocos tramos para llegar
a la planta baja de Underwood's. O un centenar. No había manera de saberlo.
Como tenía hambre y como estaba cansado y como el inútil esfuerzo de seguir
subiendo infinitos tramos de escalones era, según sus conclusiones, tarea de Sisifo, dio
media vuelta, volvió a bajar, cedió.
Al principio se dejó llevar por el suave movimiento de la escalera mecánica, pero pronto perdió la paciencia. Descubrió que el ejercido de bajar los escalones saltando tres por
vez no lo cansaba tanto como subirlos corriendo. Era un signo casi alentador. Y, al
nadar a favor de la corriente en vez de hacerlo en contra, el avance - si así se lo podía
llamar - era apreciable. En cuestión de minutos estuvo de regreso junto a los
comestibles.
Después de comer la mitad del pastel de frutas y un poco de queso, hizo con la
chaqueta una especie de bolsa para los comestibles, abotonándola y anudando las
mangas. Si sostenía el cuello con una mano y el borde inferior con la otra, podía llevar
consigo todos los alimentos.
Miró hacia arriba, a la descendente escalera, con una sonrisa despreciativa, porque
había decidido, con la sabiduría que da la derrota, abandonar esa aventura. Si la
escalera deseaba llevarlo hacia abajo, abajo iría, vertiginosamente.
Y abajo fue, abajo, abajo, abajo, atolondrado, cada vez, al parecer, a más velocidad,
girando ágilmente sobre los talones al llegar a cada descanso, de modo que apenas se
interrumpía la desenfrenada velocidad del descenso. Gritaba y chillaba y reía para
sentir los ecos en los bajos y estrechos corredores.
Hacia abajo, siempre hacia abajo.


Resbaló dos veces en los descansos, y una vez, al saltar a la escalera, perdió pie y
salió lanzado hacia adelante, soltando la bolsa de comestibles y cayendo, las manos
extendidas para protegerse, sobre los escalones que continuaron descendiendo
imperturbables.
Debió de quedar inconsciente, porque despertó en el medio de una pila de comestibles,
con una mejilla rasguñada y un agudo dolor de cabeza. Los escalones le rozaban los
pies con suavidad.
Conoció entonces el primer momento de terror... una premonición de que no había fin a
su descenso, pero esa sensación cedió pronto ante un ataque de risa.
- ¡Voy al infierno! - gritó, aunque no pudo ahogar con la voz el constante zumbido de la
escalera -. Este es el camino al infierno. Que abandone toda esperanza quien entre
aquí.
Ojalá fuese hacia el infierno, pensó. Si fuera ése el caso, su situación tendría sentido.
No un sentido del todo ortodoxo, pero un sentido al fin.
La cordura, sin embargo, estaba tan unida a su carácter que ni la histeria ni el horror
podían dominarlo mucho tiempo. Volvió a recoger los comestibles y descubrió, aliviado,
que esta vez sólo se había roto el tarro de café instantáneo. Después de pensarlo un
momento también descartó la lata de café molido, para el cual no pudo idear ningún uso
en las presentes circunstancias. Y no se iba a permitir, por cordura, idear otras
circunstancias.
Comenzó un descenso más deliberado. Volvió a concentrase en «Feria De Vanidades»,
leyendo mientras bajaba. No se permitía pensar en la extensión del abismo en que
estaba cayendo, y el estimulo de la novela lo ayudaba a apartar los pensamientos de su propia situación. Al llegar a la página 235 almorzó (es decir, comió por segunda vez en
el día) con el sobrante del queso y el pastel de fruta; al llegar a la 523 descansó y cenó
con las galletitas untadas en pasta de maní.
Quizá tendría que racionar la comida.
Si pudiera ver su absurdo dilema como una simple lucha por la supervivencia, como
otro capítulo de su propia historia de Robinson Crusoe, podría llegar al fondo de ese
vórtice mecanizado sano y salvo. Pensó con orgullo que mucha gente, en su situación,
no se habría adaptado y habría enloquecido.
Por supuesto, él bajaba...
Pero aún estaba cuerdo. Había elegido ese rumbo y ahora lo seguía.


En la caja de la escalera no existía la noche, y apenas había sombras. Dormía cuando
las piernas no podían soportar más su peso y tenía los ojos llenos de lágrimas a causa
de la lectura. Se durmió y soñó que seguía bajando en la escalera. Se despertó con la
mano apoyada en el pasamano de goma que se movía a la misma velocidad que los
escalones, y descubrió que era eso precisamente lo que estaba sucediendo.
Como un sonámbulo, había seguido bajando en los escalones, sumergiéndose cada
vez más en ese infierno apacible e interminable, dejando atrás el atado de comida y la
novela de Thackeray que no había terminado de leer.
Mientras subía tropezando por la escalera comenzó, por primera vez, a llorar. Sin la
novela no le quedaba nada en qué pensar más que esa, esa...
¿Cuánto anduve? ¿Cuánto habré dormido?
Las piernas, que sólo se le habían cansado ligeramente al bajar, se le fatigaron al subir
veinte escalones. El ánimo se le agotó poco después.
Dio vuelta otra vez y se dejó arrastrar por la corriente... la corriente descendente.
La escalera mecánica parecía andar ahora a más velocidad; la pendiente de los
escalones parecía más pronunciada. Pero él ya había dejado de confiar en el testimonio
de sus sentidos.
Quizá estoy loco... o enfermo de hambre.
Pero los alimentos se me tenían que terminar; tarde o temprano. Esto madurará la
crisis. ¡Optimismo!
Mientras seguía bajando, se ocupó en analizar con mayor profundidad ese medio
ambiente, no porque tuviese esperanzas de mejorar su condición sino por falta de otras
diversiones. Las paredes y los techos eran severos, uniformes y de un blanco
desteñido. Los escalones eran de un color níquel opaco, las superficies un poco más
brillantes, las ranuras más oscuras. ¿Significaba eso que las superficies estaban
pulidas por el uso? ¿O las habrían diseñado así? Las ranuras tenían media pulgada de
ancho y estaban separadas entre sí por una distancia similar. Las superficies se
proyectaban ligeramente sobre el borde de cada escalón, de manera parecida a los
bordes de una máquina de peluquero. Cada vez que se detenían en un descanso, su atención se fijaba en la «desaparición» ilusoria de los escalones, que se nivelaban con el suelo.


Poco a poco dejó de correr, y hasta de caminar, por las escaleras, conformándose
simplemente con bajar sobre el escalón elegido hasta el fondo de cada tramo y, en el
descanso, caminar (pie izquierdo, derecho e izquierdo otra vez) hasta la escalera que lo
transportaría al piso siguiente. La escalera ya llegaba, según sus cálculos, muchos
kilómetros por debajo de la tienda... tantos kilómetros que empezó a felicitarse por la
aventura involuntaria, preguntándose si no habría establecido alguna especie de récord.
Como el criminal que reverencia su propia bajeza y se siente orgulloso de su crimen
más vil, que cree único.
En los días siguientes, cuando su único alimento era el agua de las fuentes situadas
cada diez tramos, pensó con frecuencia en la comida, y se preparó platos imaginarios
con los comestibles que había dejado atrás. Saboreaba la dulzura ideal de la miel, la
exquisitez de la sopa que habría de preparar en la lata de bizcochos vacía, y lamía la
película de gelatina del borde del envase abierto de cecina. Cada vez que pensaba en
las seis latas de atún, su angustia se volvía insufrible, porque no tenía (no tendría) con
qué abrirlas. No bastaría con patearlas. ¿Qué, entonces? Le dio vueltas a la pregunta
en la cabeza, como una ardilla que mueve la rueda de la jaula, en vano.
Entonces sucedió algo curioso. Aceleró otra vez la velocidad del descenso. Ahora iba
más rápido que la primera vez, ansioso, precipitado, totalmente atolondrado. Los
descansos sucesivos parecían pasar como los cuadros de una película; apenas podía
percibir uno cuando ya aparecía el siguiente. Una carrera demoníaca, inútil... ¿Por qué?


Corría, pensó, hacia donde había depositado los comestibles, quizá porque creía que
los había dejado abajo o porque pensaba que estaba subiendo. Deliraba, sin duda.
Ese estado no duró mucho tiempo. El cuerpo debilitado no podía mantener esa
frenética marcha, y despertó del delirio aturdido y totalmente agotado. Ahora empezaba
otro delirio más racional, una locura inflamada por la lógica. Tendido en el descanso,
frotándose un músculo del tobillo que se le había desgarrado, especuló sobre la
naturaleza, el origen y el propósito de la escalera mecánica. Pero el pensamiento
razonado no era más útil que la acción irrazonada. El ingenio no servía para resolver un
rompecabezas que no tenía solución, un rompecabezas que era su propia razón. El - no
la escalera mecánica - necesitaba ser explicado.
Quizá su teoría más interesante consistía en la idea de que esa escalera era una
especie de rueda para hacer ejercicio, como las de las jaulas de las ardillas, de las que,
por ser un sistema cerrado, no había escapatoria. Esa teoría requería algunos cambios
menores en su concepción del universo físico, que siempre le había parecido
sumamente euclidiano hasta entonces, un universo en el que el descenso en aparente línea recta era, en realidad, describiendo una curva. Esta teoría lo alentó porque le
abría la posibilidad (al dar una vuelta completa) de volver otra vez al sitio donde había
dejado los comestibles, si no a Underwood's. Quizá, en ese estado de distracción,
había pasado ya varias veces junto a uno o a los dos lugares sin advertirlos.
Había otra teoría afín, acerca de las medidas tomadas por el Departamento de Crédito
de Underwood's contra las cuentas morosas. Eso era paranoia pura.
¡Teorías! No necesito teorías. Debo adaptarme a esto.


Protegiéndose la pierna sana, siguió bajando, aunque las especulaciones no cesaron
inmediatamente. Se volvieron, en todo caso, más metafísicas. Más vagas.
Eventualmente, podía mirar a la escalera como algo real, sin exigir más explicaciones
que la que ofrecía su simple existencia.
Descubrió que estaba perdiendo peso. Habiendo pasado tanto tiempo sin alimentos
(por la barba calculaba que había transcurrido más de una semana), sólo podía esperar
eso. Aún así, había otra posibilidad que no debía excluir: que se estaba acercando al
centro de la tierra donde, según tenía entendido, todas las cosas carecían de peso.
Eso, pensó, es algo que merece cualquier esfuerzo.
Había descubierto una meta. Por otra parte, se estaba muriendo, un proceso al que no
prestaba toda la atención necesaria. Al no querer admitir esa eventualidad, y al no ser
tan tonto como para admitir otra, esquivó el problema simulando tener una esperanza.
Quizá venga alguien a rescatarme, se dijo.
Pero su esperanza era tan mecánica como la escalera en la que bajaba... y tenia la
misma tendencia a hundirse.
Estar despierto o dormido habían dejado de ser estados diferentes, de los que pudiese
decir: «Ahora duermo» o «Ahora estoy despierto». A veces se sorprendía bajando, y
era incapaz de decidir si había estado dormido o distraído.
Tenía alucinaciones.


Una mujer con sombrero sin alas, cargada con paquetes de Underwood's, bajó por la
escalera hacia él. Los zapatos de taco alto golpearon en el descanso; dio media vuelta
y siguió hasta el tramo siguiente, sin siquiera saludarlo con la cabeza.
Cada vez con más frecuencia, al despertar o al salir del estupor, descubría que en lugar
de correr hacia la meta se hallaba tendido sobre un descanso, débil, aturdido y ya sin
hambre. Entonces se arrastraba hasta la escalera y se dejaba llevar por un escalón
hasta el fondo, las piernas y los brazos extendidos y la cabeza hacia adelante,
sujetándose con las manos para no resbalar.
En el fondo, pensó,...en el fondo... Si, cuando llegue allí...
Cuando llegase al fondo - que para él era el centro de la Tierra -, no habría,
literalmente, más que una dirección hacia donde ir: arriba. Probablemente hubiese otra
escalera mecánica para subir, una escalera mecánica ascendente; aunque preferiría un
ascensor. Era importante creer en un fondo.
Cada vez le costaba más pensar; le exigía tanto, y le resultaba tan doloroso como cuando se había puesto a subir las escaleras. Percibía las cosas de una manera
borrosa. No sabía qué era real y qué imaginario. Pensó que comía y descubrió que se
estaba mordiendo las manos.
Pensó que había llegado al fondo. Allí había una sala amplia con un cielo raso alto. Los
letreros señalaban hacia otra escalera mecánica: Para subir. Pero estaba clausurada
con una cadena y habían puesto un aviso impreso.
«Descompuesta. Por favor, sepa disimular las molestias mientras esté en reparación.
Gracias. La Administración.»
Se rió débilmente.
Inventó un sistema para abrir las latas de atún. Deslizaría la lata oblicuamente bajo las
salientes superficies de los escalones, en el sitio donde se nivelaban con el suelo y
desaparecían. La escalera rompería la lata o la lata trabaría la escalera. Quizá si
trababa una de las escaleras hacía que se detuviese toda la cadena.
Debería haber pensado en eso antes pero, de todos modos, se sentía contento con que
simplemente se le hubiese ocurrido.
Podría haberme librado de esto.
Su cuerpo parecía tan liviano ahora. Debía de haber bajado cientos de kilómetros. Miles.
Volvió otra vez a descender.
Estaba tendido al pie de la escalera, la cabeza descansando sobre el frío metal de la
plancha de la base. Miraba la mano, cuyos dedos se apretaban contra las ranuras de la
parrilla. Los escalones, uno tras otro, en perfecto orden, se deslizaban encajando en
esas ranuras, raspándole las puntas de los dedos, sacándole de vez en cuando una
rebanada de carne.
Eso fue lo último que recordó.

Thomas M. Disch.

Algunas ilustraciones corresponden al dibujante Enrique Breccia extraídas del mismo cuento publicado en la revista El Péndulo. 1981.

Título original en Inglés: Descending. © 1964 by Ziff-Davis Publishing Company.
Traducción de M.S.

martes, 19 de febrero de 2013

Bizarro era lo de antes


La película se llama "Freaks" y fue filmada en el año 1932.
Una película puede ser, mala, ridícula, rara, inclasificable, de mal gusto, o simplemente pésima. Ahora cuando se conjuga todo eso dudo que sea ignorada. Por algo han pasado 81 años y todavía se sigue hablando de ella.


lunes, 18 de febrero de 2013

El extraño mundo de Bill Plympton

Nacido en 1968 en New York y graduado en Diseño Gráfico. Bill Plympton es considerado (y con razón) algo así como el Rey de la Animación Indie (la leyenda dice rechazo los millones de Disney). Dibuja a mano cada uno de cortos o largos que viene realizando desde 1987.
Aquí algunos de sus cortos.










Fuente

viernes, 15 de febrero de 2013

Crónica de una muerte anunciada


Cuando mañana, 11 de febrero, se cumplan cincuenta años exactos del suicidio de Sylvia Plath, se podrá tomar real dimensión de una desproporción, ya que se estarán cumpliendo cincuenta años de la muerte de una persona que sólo vivió treinta. Pero también hay que decir que Plath, poeta confesional de enorme sensibilidad e inteligencia, trascendió la leyenda y el desgarramiento de ese final, con una obra sólida que además de su poesía incluyó la novela semiautobiográfica La campana de cristal, verdadero testimonio acerca de las contradicciones del mundo de los años cincuenta, signados por la Guerra Fría y el sueño americano, que le tocó habitar.


Era el 11 de febrero, en un invierno especialmente crudo de Londres. Sylvia Plath dejó comida y agua en el cuarto de sus hijos, se tomó unas pastillas para dormir, encendió el gas del horno y metió la cabeza adentro. Había pasado algún tiempo de su vida imaginando muertes, y había dedicado una buena parte de su única novela, que acababa de publicar, a lo mismo. Pero en La campana de cristal, junto a la opción de ahogarse en el mar, de cortarse las venas y de colgarse del techo, no aparece la opción del gas del horno, como si secretamente se la hubiera reservado.
Hace ahora cincuenta años de esa muerte, la de una de las más famosas escritoras norteamericanas. Desde un principio, pero especialmente desde los años setenta, ese final desató las interpretaciones y las condenas más apasionadas de los críticos. El feminismo concentró gran parte de su artillería en la figura del poeta británico Ted Hughes, esposo de Plath desde 1956 y separado de ella por aquel entonces, desde hacía sólo unos meses. Había entrado en un affaire con una mujer conocida de ambos, que años después siguió el mismo camino de su predecesora, y se mató de la misma manera.
Una vez separados, Plath se mudó sola a un departamento en Londres y pasó sus últimos meses escribiendo su mejor libro de poemas: Ariel. Tenía sinusitis crónica, dos hijos muy chicos a su cargo, problemas financieros, y la vieja amenaza de la locura, que había denominado casi científicamente La campana de cristal. En inglés, bell jar es también un elemento transparente que aísla y en los laboratorios sirve para generar vacío.
Desde entonces, esa única novela de Plath, donde se describe la vida de una joven de diecinueve años en la sociedad del esplendor norteamericano de los ’50, ha sido causa de admiración de muchos lectores, sobre todo mujeres. Es una suerte de novela de aprendizaje invertida, como se escribieron durante todo el siglo diecinueve para los jóvenes emprendedores, románticos y victorianos de Europa, pero fallida y amarga como ninguna. Todo lo trágico del relato de una primera persona que va entrando en la locura, es atendida por médicos inútiles, es internada y sometida a los temidos electroshocks después de intentar suicidarse, viene teñido de un sarcasmo y una notable crítica social. Ahora, cincuenta años después de su publicación, esto se hace tan visible como la detallada construcción del sufrimiento mental de la protagonista.
Es el auge de la Guerra Fría, la caza de brujas de comunistas durante el macarthismo está en plena vigencia. La referencia aparece en la primera línea del libro, aunque después tendamos a olvidarla: “Fue el verano en que electrocutaron a los Rosenberg”. Ante esa indicación lo primero que se piensa es en los electroshocks a los que será sometida ella doscientas páginas después. Pero hay más señales: en la sala de espera de un médico, el presidente Eisenhower la mirará desde la tapa de una revista, “calvo y vacante como la cara de un feto en una botella”. Con ese fondo por detrás, y Nueva York como primer escenario, las mujeres jóvenes de La campana de cristal deben ser educadas, deben ir a la universidad, tener perfectos vestidos y peinados y conseguir un marido para dedicarse más tarde a los hijos y la casa. Todo debe hacerse con gran abnegación. El sexo flota por encima de sus cabezas como una amenaza y una promesa. Hay que deshacerse de alguna forma de la virginidad.
A todas estas labores se enfrenta la protagonista, Esther Greenwood. En este caso, que estén narradas en primera persona no es una mera técnica de acercamiento. La campana de cristal es un libro confesional, y muchas cosas coinciden puntualmente con la vida de la autora: la invitación a Nueva York por una beca en una revista de moda, el regreso al pueblo, la depresión profunda, el intento de suicidio tan meditado, el avance de la locura, las curas temidas y luego superadas en el hospital. Se trata de una novela en clave, la mayor parte de los personajes son retratos de gente que Plath conocía muy bien. Es por eso que aquella primera edición, salida un mes antes de su muerte, había aparecido en Inglaterra con el seudónimo de Victoria Lucas.
Hasta hoy, en el mundo de la crítica anglosajona y de sus allegados se sigue discutiendo sobre el complejo legado de Plath. Hughes fue acusado de editar demasiado severamente sus poemas póstumos, y mucho más sus diarios personales. Todavía se cree que publicar esa única novela, tan autobiográfica, con el nombre verdadero de la autora, fue un simple cálculo económico, porque La campana de cristal se había vendido muy bien desde 1963, y con los años cada vez se vendía más. Al enterarse, en 1970, de que finalmente saldría en Estados Unidos, su madre escribió una carta a la editorial tachándolo como un libro de “la más vil ingratitud”.
Todo parece quedar irremediablemente intrincado: la novela, la vida de Plath y la muerte por suicidio, una especie de tarea pendiente que tenía desde los diecinueve y que a los treinta finalmente cumplió. En esto tuvo algunas antecesoras y varias sucesoras, como si el siglo veinte, para las escritoras mujeres, hubiera sido un desafío especial que no hubiesen conocido ni Charlotte Brontë, ni George Sand, ni George Elliot. “Hoy –dice la autora austríaca Ingeborg Bachmann– es una palabra que sólo pueden usar los suicidas, para todos los demás no tiene ningún sentido, es el nombre de un día cualquiera.”
La hermana de Ted Hughes, heredera literaria de ambos, retrataba hace muy poco a Plath como una mujer sufriente, pero “despiadada y un poco loca”. Del lado norteamericano, desde un primer momento fue tenida por mártir, y se convirtió en un icono. Acaba de salir una última de las tantas biografías, con nuevas entrevistas entre sus conocidos, nuevas cartas desenterradas, llena de interpretaciones sobre quién fue ella, cómo fueron sus últimos días, si la nota que dejó indica o no indica que esperaba que la salvasen.
Entre todos esos retratos queda a veces olvidada la absoluta irreverencia de Sylvia Plath, de su prosa y su poesía. En una de las últimas cartas a su madre dice estar escribiendo los mejores poemas de su vida. No se equivocaba. En “Años” define las estrellas como un “confeti estúpido y radiante”. En “Lady Lazarus” la piel de ese yo que tiene tantas vidas como los gatos es “luminosa como la pantalla de una lámpara nazi”. Bajo el auspicio de esta irreverencia, y con la certeza de esos poemas, el final del gas y del horno se vuelve menos trágico, una especie de acto de insolencia.
Extracto de Radar Libros, Mariana Dimopulos. 12/02/2013